Cuando hablamos de cine o series
de culto hablamos de un producto con un estilo peculiar, particular, alejado de
lo estándar. Es un hecho que con ese estilo se gana un nicho de público que,
aunque muy alejado de formar una mayoría (las películas y series de culto
suelen estar lejos de las más vistas aunque tampoco es una exigencia), sí es un
público fiel capaz de sentir los guiones y los personajes presentados como
cercanos, casi como si formasen parte de su familia.
Dentro de la categoría de serie
de culto siempre, siempre, en cada listado que se haga, ha de aparecer “Doctor
en Alaska”. A pesar de ser una serie cuya producción se remonta a hace treinta
años y a pesar de su falta de reposiciones en todo este tiempo (hoy mismo leí
un artículo en el que señalaban que la causa principal de eso es la excelente
pero costosa en derechos de autor banda sonora, que funciona como un lastre
difícil de mantener) es capaz de colarse entre las preferencias de espectadores
que la mantienen entre series mucho más recientes y que nacieron ya con el
apoyo de las redes sociales (algo que no tuvo Doctor en Alaska).