Ricky Gervais es uno de los humoristas más irreverentes, maleducados a su manera, brutales en sus sentencias y sarcásticos del mundo. Me imagino a cualquier persona pública que escuche su nombre en uno de los monólogos de Gervais temeroso tapar sus oídos deseando no escuchar las barbaridades que, en el nombre del humor, se le ocurren sobre esa persona.
Para la historia quedarán los años en los que presentó la gala de entrega de los Globos de Oro, en las que se podía ver el rostro desencajado del actor/actriz/director/directora/guionista nombrado sin saber dónde meterse y pensando en, probablemente, si era conveniente poner una demanda al británico o no. Pero eso (desafortunadamente para mí) ya es pasado.
Esa imagen, ese personaje creado por Gervais, capaz de incomodar a cualquiera, fue utilizado en numerosas ocasiones, y seguramente la más célebre es en The Office, en la que interpretaba al responsable de una sucursal de una pequeña empresa. Ese jefe con el que jamás empatizaríamos pero con el que nos reímos hasta la saciedad con su falta de tacto y sus pensamientos políticamente incorrectos (aunque él no sea consciente de ello) es el sello de Ricky Gervais. Un personaje falto de humanidad. Sin rastro de ella.